Los CPDs son instalaciones que consumen una enorme cantidad de energía. A nivel global, la energía necesaria para abastecer sus nodos de computación e instalaciones se estimó en unos 205 Twh en 2018. Para contextualizar, este valor supone aproximadamente el 1 % del consumo mundial de electricidad ( 22.848 Twh en 2019 según la IEA), el equivalente a la demanda total de un país de tamaño medio como España (249 Twh en 2019).
The Carbon Trust, una organización independiente, ha publicado recientemente un informe en el que cuantificaba en 55 gramos de CO₂ el impacto de una hora de video en streaming (por ejemplo Netflix, Filmin o Youtube).
Y es que la mayoría de los usuarios no son conscientes de la cantidad de energía que requiere el funcionamiento de todos los servicios y aplicaciones digitales que forman ya una parte indispensable de nuestro día a día.
La mayoría de estos servicios funcionan en el cloud –la nube–, una entidad abstracta y difusa para muchos, pero con un consumo energético bien real y enorme.
No solo generamos huella de carbono cuando vemos vídeos en streaming. Pongamos otro ejemplo. Cuando usamos Google Maps en nuestro smartphone para llegar a un sitio determinado, para encontrar un restaurante o cualquier otro punto de interés, en realidad estamos haciendo dos cosas. En primer lugar, orientarnos. Es evidente. En segundo lugar, estamos compartiendo con Google nuestra ubicación.
Google Maps incorpora una aplicación denominada Traffic, que nos permite saber en tiempo real el estado del tráfico de las carreteras y calles. Para obtener esta información, Google recopila continuamente la ubicación de todos los dispositivos que en ese instante tienen instalado Google Maps. De esta forma, puede conocer a qué velocidad se están moviendo los usuarios que están transitando por una determinada vía.
Es difícil imaginar la ingente cantidad de datos que hay que transferir, almacenar y la potencia de computación necesaria para realizar una acción como la que acabamos de describir a escala global. Detrás de esta hercúlea tarea está el cloud, una tecnología que nos podríamos imaginar como una enorme flota de coches de alquiler, donde cada empresa de servicios (desde Spotify hasta Wallapop) alquila los recursos que utiliza en cada momento.
Pero el cloud –la nube– no es una entidad etérea. El cloud se traduce en el plano material en los centros de datos; las instalaciones que alojan los dispositivos de procesado, almacenamiento y comunicación.
Existen multitud de centros de datos en diferentes lugares y de todas las escalas imaginables. En los últimos años han aparecido centros de datos de dimensiones descomunales (los llamados hyperscale data centers).
Estamos hablando de grandes naves –o quizás algo más parecido a macrogranjas– con kilómetros de pasillos que albergan decenas de miles de procesadores y unidades de almacenamiento.
Cada vez que hacemos clic dejamos huella
Los centros de datos son la columna vertebral del mundo digitalizado moderno. Más allá de las plataformas de ocio o del comercio electrónico, los servicios en la nube se han vuelto esenciales para otros sectores industriales como los sistemas de fabricación distribuida, la logística, las finanzas y muchos otros.
Toda nuestra actividad gira ya alrededor de los datos, infinidad de datos que deben ser procesados y almacenados en el cloud, es decir, por esos grandes centros repletos de procesadores y dispositivos de almacenamiento. Esta frenética actividad digital centrada en los datos no parece tener límite en un futuro próximo.
Hay que destacar que las empresas que dominan el mercado mundial del cloud –entre ellas Google, Amazon y Microsoft– afirman estar fuertemente comprometidas con la reducción de su impacto.
Los centros de datos modernos son mucho más sostenibles que las generaciones anteriores, en parte debido al uso de procesadores mucho más eficientes, pero también a la mejora en los sistemas de refrigeración y otros avances.
Además, estas empresas están haciendo fuertes inversiones en renovables, tanto para alimentar sus propios centros de datos como en inversiones puramente estratégicas. Por ejemplo, entre otras iniciativas, desde 2017 Google compra en el mercado de las renovables el equivalente al 100 % de su uso anual de electricidad, y para 2030 pretende funcionar con energía verde en su totalidad las 24 horas del día.